«…Sembrad el Altar de la Santísima Virgen de preciosas flores, llevádselas frescas y perfumadas!… «.
Petrificada, paralizada, inmóvil, absorta… así me encontraba sin saber qué hacer frente a la puerta de salida de aquella casa. Entre las opciones que tenía en mente, barajaba la posibilidad de irme de allí corriendo, antes que la mentira sobre Juana Teresa se desvelase y pudiera acabar en un calabozo de España, en el año 1932. Buscar un tren o autocar que me lleve hasta Madrid, y una vez en la capital, ir hasta mi casa y meterme en la cama hasta que todo esto pase. Otra alternativa era quedarme en esta residencia unos días para pensar y ver como realizar el siguiente paso.
Al fondo se escuchaba una sirena, la gente de la casa empezó a moverse de un lado para otro asustados, una de las más jóvenes doncellas me cogió de la muñeca y me llevó hasta una zona donde se refugiaba el resto de empleados del hogar. Parece ser que el momento histórico que estaba viviendo el país, hizo decretar que todo el alumbrado público, eléctrico o de gas, debía desconectarse a las 10 de la noche para evitar que sirviera de guía para vuelos nocturnos, que pudieran atacar. Además, el alumbrado doméstico se debía reducir al mínimo posible. Estas órdenes no solo eran para los virgitanos, sino para todo Almería. Y la sirena avisaba de un posible bombardeo. Todas las personas que estaban en el improvisado refugio se cogieron de las manos, Don José, que también se hallaba, comenzó a rezar, siguiéndole el resto en una más que interiorizada oración: Piadosísima Virgen María, Madre de Misericordia, acordaos Señora, que jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a vuestra mediación, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animados con esta confianza, a Vos también acudimos y, poniendo nuestro corazón en vuestras manos, os suplicamos que oigáis benigna nuestros ruegos y nos alcancéis el favor que pedimos. No desechéis, Virgen Santísima de Gádor, nuestras humildes súplicas; antes bien, inclinad a ellas vuestros oídos y dignaos a atenderlas favorablemente. Amén.
Pasados unos treinta minutos salimos de allí, cada uno ocupó su puesto de trabajo como si no hubiera pasado nada, la joven que me agarró del brazo cuyo nombre es María, se me acercó para preguntar que tal me encontraba. Me invitó a ir hasta la cocina, donde había tres mujeres con uniforme de cocineras hablando entre ellas. Don José había mandado, por orden de la Marquesa, que una de las trabajadoras, la más mayor, debía ir expresamente hasta una dirección a entregar una carta. Esta pobre mujer lloraba desconsolada, el miedo a los continuos sucesos le impedía salir de donde se encontraba, era una de las internas y más veteranas empleadas. El resto la consolaba sin darle respuesta satisfactoria.
En ese momento vi la posibilidad de salir de allí, sugerí ser yo misma quien hiciera el recado llevando el mensaje hasta su destinatario, una vez en la ruta buscaría la forma de llegar hasta Madrid. La señora esbozó una sonrisa y secándose las lágrimas me preguntaba sin cesar: ¿De verdad? ¿Harías esto por mí? María me dio un abrazo y algo envuelto en un trapo gris de cocina para el camino, y cogiéndose las manos y mirándome a los ojos, articuló: Soberana Emperatriz de los cielos, Reina de los ángeles, abogada de los hombres, Virgen y Madre de Dios, María Santísima de Gádor, cuida de esta joven durante su camino y regrese sana y salva. Madre nuestra, nos favorezcáis con la particular gracia que os pedimos, y que cuidéis de ampararnos por donde Vos sabéis nos conviene más para servir a Dios y gozarle eternamente. Amén.
Me dieron la correspondencia en mano, me dijeron la dirección y unas señas que no se podrían olvidar. “Bajando hasta el puentecillo roto, giras a la derecha ¡Cuidado, no levantes sospecha! Por Peñarodada un tejado rojo de madera, y te abrirá la niñera. De parte de Madre Trinidad, deberás decir que vas”. María me acompañó hasta la puerta, pasó su mano por mi espalda en señal de cariño y tras darme de nuevo las gracias por lo que iba a hacer me susurro en el oído: no temas, ella está contigo.
Con estas palabras de aliento comencé mi nueva aventura, estaba anocheciendo y me dispuse a caminar mientras seguía intentando asimilar todo lo que sucedía. Sobre mi hombro derecho apareció Stella con su luz brillante, que parecía preparada para acompañarme. Pero esto, te lo contaré en otro momento.
¡Ay Madre! Continuará…