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VIDA DE MADRE TRINIDAD PASO A PASO X: PROFESA EN EL CONVENTO DE SAN ANTÓN

Sor Trinidad había vivido durante los cuatro años y cuatro meses de postulantado y noviciado un tanto alejada de la realidad de la comunidad de San Antón. Por constitución, durante ese periodo tenía que vivir en un recinto separado de la comunidad, llamado noviciado, y el paso a otras dependencias del convento era restringido. Al ser ella la única postulante y novicia, solo podía tratar y hablar con la madre Maestra; con el resto de la comunidad el trato que mantenía se limitaba al tiempo de trabajo en algún servicio cuando para ello la requerían, y el trabajo en el convento se hacían en riguroso silencio, a no ser en la enfermería, donde se permitía hablar con las enfermas para poder darles una atención mejor. Estas condiciones hacían que sor Trinidad, cuando profesó y se integró con plenos derechos en la comunidad de San Antón, estuviese un tanto ajena a la realidad de vida comunitaria, y máxime teniendo en cuenta que anteriormente se había centrado en la oración, en el trabajo y en la aceptación del sufrimiento al sentirse rechazada. Pronto comprendió que se encontraba con una comunidad de monjas mayores, muy observantes de la Regla de santa Clara y rigurosas en las penitencias y mortificaciones. Esto agradaba y edificaba a sor Trinidad, pues era precisamente lo que buscaba al elegir este convento cuando se sintió llamada por Dios a la vida religiosa. Pero como las rosas tienen sus espinas, así también ella las encontró. No se sintió defraudada por esto, venía probada por el sufrimiento y con la firme disposición de aceptar la cruz y en ella ser víctima de reparación. Así, al año de su profesión, concretamente el 19 de octubre de 1898, la comunidad tenía la elección de abadesa, elección que según lo establecido en las Constituciones se celebraba cada tres años. En torno a la elección surgieron entre las monjas intereses muy humanos y, a veces, encontrados. Sor Trinidad participaba por primera vez en la elección de abadesa y se vio envuelta en estas dificultades que no comprendía y veía que disturbaba la paz, caridad y sosiego espiritual de las monjas. Esto, que se fue repitiendo en las sucesivas elecciones, hizo pensar mucho a sor Trinidad. Y en sus reflexiones le surgió la idea que, para evitar estos hechos, no muy acordes con la caridad fraterna, sería mejor que los conventos de capuchinas estuviesen unidos y regidos por una Abadesa general al estilo de sus hermanos los capuchinos, que se gobernaban por un Superior general. Con esto podría lograrse también un noviciado común para todos los conventos y se evitarían los inconvenientes que ella sufrió en el postulantado, a la vez que las postulantes y novicias podrían tener una formación más adecuada y conforme con la vida capuchina de clausura. El padre Ambrosio Valencina, a quien sor Trinidad acudía a dar cuenta de su conciencia y pedirle consejo, la animó a pedir esta reforma. Y ella, obediente a su director espiritual, se dirigió a Su Santidad León XIII, a través de cardenal Merry del Val, pidiendo la reforma. Después, en una visita que el Sr. Nuncio en España, Mons. Arístides Rinaldini, hizo en 1903 al convento de San Antón, le suplicó: «Señor!, queremos alcanzar la gracia de Su Santidad León XIII se nos conceda a las monjas el mismo gobierno de los frailes. Una Madre general para todas las capuchinas, que con su Consejo nos den las abadesas locales, sin que nosotras, pequeñas, ignorantes, que venimos a ser enseñadas, tengamos que elegir.”

 

Esta reforma que pedía, y que en el fondo viene a ser lo que hoy son las federaciones de monjas de clausura, la expuso ya sor Trinidad en sus primeros años de vida religiosa y más tarde la defendió a ultranza en su época de fundaciones de conventos. Mas no pudo conseguir nada en este sentido, era muy pronto para que esto fuese posible y tuvo que contentarse con lo que la Iglesia en aquellos momentos le daba: una congregación, que aceptó humildemente, considerando que la obediencia a la Iglesias era lo mejor, pues siempre veía la voluntad de Dios cuando hablaba la Iglesia. Sor Trinidad llegó al convento de San Antón con una fuerte tendencia a hacer oración ante el sagrario a donde acudía intuitivamente y en donde permanecía el mayor tiempo posible con Jesús. Esta devoción o atracción a estar delante del Santísimo sacramento la siguió cultivando cada vez con más profundidad en los años de postulante y novicia en aquella tribuna de los muebles viejos, a donde siguió acudiendo después de profesar. Es fácil comprender que la constancia a la cita al pie del sagrario, para la que no desperdiciaba ningún rato libre, la iba llevando a una profundidad en la oración, en el coloquio amoroso que mantenía con Jesús, que la llevaba a una contemplación o adoración en espíritu y en verdad, como a ella le gustaba decir. Aquí encontraba su felicidad amando a su Esposo y ofreciéndose a él como víctima reparadora. Llegó hasta el extremo de que esta adoración era el centro de su existencia; toda su actividad se movía en torno a la adoración a Jesús sacramentado y sin esta adoración no sabía ni podía vivir. Siguiendo en esta línea, pronto llegó a la conclusión que sería muy provechoso para las monjas capuchinas implantar en los conventos la adoración perpetua. Consultó al padre Ambrosio Valencina, y este buen director de su alma la animó a pedirlo y a seguir en esta línea luchando con tesón hasta que lo consiguiera. Sor Trinidad no echó en saco roto estos consejos, que coincidían con lo que ella sentía en el fondo de su alma cuando postrada ante Jesús sacramentado oraba. Lo pidió repetidas veces a su comunidad de San Antón y las monjas consideraron que la adoración sería una carga que impediría la observancia regular. Pero no por ello dejó de insistir en este punto, pues sentía un impulso interior muy fuerte que le exigía no se diese por vencida ante la dificultad, y así, convencida de que Jesús se lo pedía, siguió firme en la brecha. Y, en efecto, parece ser que Jesús se lo manifestaba de vez en cuando, como una advertencia para que no se amilanase ante la dificultad y siguiese luchando contra vientos y mareas.

En la adoración se entregaba a amar a Jesús y de este amor caritativo para con Dios iba naciendo en su alma el amor caritativo sobrenatural para su prójimo: su comunidad y sus hermanas monjas principalmente. De aquí esa fuerza increíble que sacaba para cualquier trabajo, y en especial para la atención a las ancianas y enfermas, ya que veía en las hermanas a las que atendía el rostro de Cristo que le pedía amor. Con estas miras todo le iba siendo cada vez más sencillo, se iba desprendiendo de lo terreno y todo lo humano lo enfocaba desde un punto de vista sobrenatural. Y como fruto inmediato de este enfoque de su vida en ella no cabían críticas ni murmuraciones; las contrariedades las enfocaba como una permisión de Dios para su santificación, era un regalo de Dios que le ponía a su alcance la cruz para que fuese víctima con Cristo en pro de las almas y para alcanzar el perdón de sus pecados personales.

La madre Amalia María del Pilar, que fue abadesa en tres mandatos seguidos, desde 1898 hasta 1908, tomó como secretaria particular suya a sor Trinidad, lo que la llevó a tener que tomar contacto con los trabajos de gobierno y a un trato con personas ajenas, aunque próximas a la comunidad. Esta actividad sobreañadida no fue en detrimento de su adoración particular, sino que desde ella también servía a Cristo en esta nueva faceta de trabajo. Esta forma de actuar empezó a ser captada por sacerdotes y seglares que se sentían atraídos por el trato afable, tan lleno de Dios, que sor Trinidad les daba y empezó a repercutir en bien de la comunidad.

Causa Madre Trinidad Carreras

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