
Amaneció con olor a cera recién encendida. Fui al Sagrario antes que nadie; allí dejé la pena y la alegría juntas, como dos niñas que no saben separarse. Hoy mis hijas parten hacia México. No hice discursos. Les besé las manos una a una y, cuando vi los velos desaparecer por la puerta, susurré: “De vos hemos recibido el honor de esclavas y víctimas.”
Escribo para memoria de la Casa: hoy, 19 de septiembre de 1948, han salido de España las primeras Esclavas para la fundación de México; llegarán por barco el 12 de octubre. Que lo sepa quien lea estas líneas cuando ya no estemos: así lo quiso la Providencia, y así lo firmó la historia.
Me quedé un instante sola con el Pan. “Señor —le dije—, que la nave la lleve tu Corazón; que ninguna tormenta les apague la lámpara.” La Virgen, como siempre, en medio: Madre y Maestra. Yo me quedo “en el horno”, con las cotidianas fatigas de la casa; ellas se van a poner toldo de cielo nuevo para que en aquella tierra no falte la adoración. Si tengo miedo, lo escondo dentro del copón; si me pesa el cuerpo, que pese, que el Amor empuja.
No ha sido cosa de antojo. Meses de papeles, comendaticias, idas y venidas. Entre tanto, el Señor me pedía el paso: abrir camino para que el Nombre de Jesús Sacramentado tenga casa y escuela donde ser amado. Cuando obedecemos, el alma camina ligera, aunque el bastón sea de espinas. ¡Dios sea bendito, y nuestra Madre dulcísima!
Antes de salir hacia la estación rezamos juntas. Les pedí que fuesen pobres, alegres y fuertes; que, si les faltara todo, no les faltase la custodia encendida. “Hijas —les dije—, llevad en el corazón este encargo: adorar, reparar, educar; ser pan partido.” Ellas respondieron con los ojos. Una, la más menuda, me preguntó si en el mar se reza igual. “Más —le contesté—, porque las olas son letanías.”
El tren gritó y no esperó más. Yo me quedé con el pañuelo apretado, y al volver al coro me pareció que el silencio tenía música. La música de los comienzos: poca cosa, mucho Amor. En el libro de comunidad escribí las fechas, y debajo, a lápiz, un propósito: “Que cada hora de adoración en España, empujé un poco el barco en alta mar.” El 12 de octubre —me digo para no llorar— cantaré un Magníficat chiquito, de cocina, cuando llegue su telegrama. Y volveré al Sagrario a dar gracias, porque esta obra no es nuestra: es de Jesús y de su Madre.
Si algún día estas líneas se leen con prisa, que no olviden lo principal: el Amor Eucarístico es quien nos manda. Nosotras sólo ponemos los pies; Él pone el rumbo.